29 abr 2016

Desandares que construyen.

El día de la tormenta Amanda se encontraba descontando cada hora, minuto y segundo, de los días  que tanto le ardían en su interior.  Asustados, los vecinos salieron de sus guaridas a comentar lo sucedido. Minutos más tarde, todo volvió a la normalidad. Los perros volvieron a ladrar y los niños tampoco se cansaron de llorar. El día ya había caído en la oscuridad y Amanda sólo quería dormir para descansar de su interminable cuenta atrás.

La incertidumbre se sumó a lista de sensaciones que cada día desbordaban a Amanda. Mas el deseo le cegaba el sentido común sobre lo apropiado de viajar a ese lugar cercano a aquellos espacios donde la Tierra, había descargado su  enojo, con tanta furia. Muchos no soportaron la tormenta y perecieron en cuestión de segundos, a la misma.

Pero el momento ansiado estaba ahí, ya había llegado, así que Amanda no escuchó consejos ni recomendaciones, agarró su maleta y salió de casa, serna, erguida y segura. Bob, como en cada viaje que ella realizaba, la esperó tranquilo en casa. Para él las cuentas atrás sólo existen el rato que Amanda tiene que  regresar a la casa, pero era capaz de esperar días e incluso semanas.

Luego de más de 10 horas de viaje con sus respectivas paradas, por fin se encontraba en destino. Ambos habían llegado. El pueblo que los albergó durante esos cálidos días permanecía silenciado. Los habitantes que sobrevivieron a la tormenta huyeron para evitar ser engullidos en otra descarga de la Tierra. Quienes planeaban visitarlo, cancelaron su viaje. Pero para quienes la vida estaba ahí  anclada, todo siguió, cálido y más silencioso que nunca y caminando. Los habitantes del lugar se interesaban por ellos. Les daban recomendaciones y preguntaban acerca de esas cuestiones que les parecían exóticas y que habían dejado de recibir esos días. El silencio era tal, que muchas noches fueron más estridentes que los días…


Pasó un día, pasaron dos y pasaron tres.  Las risas de Amanda resonaron en aquel desértico lugar resignado a una soledad prolongada, pero ella debía partir. Bob, que no sabía descontar horas, minutos y segundos, si sabía entrar en desesperación. Por ello Amanda desanduvo el camino que hacía tan poco tiempo anduvo. Pero solamente lo desanduvo, pues sus pasos quedaron caminados en un sendero imborrable. Y en ese momento, de ese día,  el día del adiós,  fue cuando se dio cuenta de que el tiempo había pasado con la misma velocidad e intensidad con que la tierra se comió  aquellos recónditos lugares y a mucha gente que en ellos habitaba.